Txt. Casandra Scaroni
Sensible y meticuloso como pocos, Eric Rohmer dividió su filmografía en
al menos tres categorías: los cuentos morales, las comedias y proverbios y los
cuentos de las cuatro estaciones. Cada uno con una estructura particular para hablar
del gran tema que desvelaba al crítico, director y filósofo francés: las
relaciones humanas.
Así es como los cuentos morales son protagonizados por hombres que, en
edad ya casadera y con una idea bien definida de la mujer arquetípica a la que
aspiran desposar, sufren, ya sea por destino o casualidades varias, una suerte
de crisis en la cual conocen a una segunda mujer, más terrenal, que pone en
duda (y también en ridículo), todo lo que hasta ese momento tenían como
certeza. Allí están entonces el diplomático a punto de casarse, tentado en
tiempos de ocio por una adolescente, (o más particularmente por su rodilla,
porque el francés sí que sabía cómo filmar la sensualidad), en La rodilla de
Clara. O el católico Jean Louis ( Trintignant) en Mi noche con Maud, debatido
entre el amor puro y casi sagrado de la chica tan rubia como platónica con la
que está determinado a casarse, y Maud, una mujer que conoce una noche y que lo
desafía y lo desestabiliza. La diferencia sutil de cómo filma el director el
cuerpo de Trintignant cuando se encuentra con Maud, y cuando está con Francoise
(la chica virginal) es, probablemente, el ejemplo más claro de su sensibilidad.
Sobre todo en ese abrazo en la nieve, cargado con toda la pasión posible. Y si
con Maud, el serio e introspectivo Jean Louis se transforma en un niño alegre y
la conversación es estimulante, con Francoise los abrazos son fríos y él se
vuelve taciturno.
En las comedias y proverbios, en cambio, son chicas jóvenes, un poco
perdidas en el camino hacia la adultez, las que llevan la voz cantante. Y es
quizás en ellas, en sus dudas y vacilaciones, en sus cambios de humor y de
gustos, en sus contradicciones, donde Rohmer supo plasmar su particularmente
cálida visión de la humanidad. Ya sea que son amigas con amores cruzados como
en El amigo de mi amiga (ese hermoso cuento de amistad femenina y de
amores idealizados que no se corresponden con el amor ideal), chicas deprimidas
con una gran soledad a cuestas (como Sabine en La buena boda o Delphine en El
rayo verde) o inconformistas como Louise en La noche de luna llena, las chicas rhomerianas son todas dueñas de un gran coraje. Porque en sus idas y vueltas,
en sus neurosis, no hacen más que buscar algo que (como diría Bono) aún no han
encontrado. Y en esa catarata de ideas que expresa cada una, en esas angustias
aparentemente injustificadas, hay algo así como una esperanza. Por eso es tan
emotivo ese final de El rayo verde cuando Delphine (Marie Rivière, con una
dosis justa entre ser insoportable y conmovedora) luego de errar buscando una compañía
para pasar sus vacaciones, con una incomodidad y tristeza propia de quien no
está a gusto en ningún lado, encuentra ese momento casi epifànico en la playa.
Esa misma valentía femenina se puede ver en los cuentos de las cuatro estaciones (a excepción de Cuentos de verano, el único protagonizado por un
varón), especialmente en Cuentos de otoño, cuando las amigas protagonistas ya
no son las mismas jóvenes en busca de qué actitud tomar frente al mundo, sino
mujeres que ya han vivido su vida, pero que tienen ganas de seguir jugando. Quizás
eso era un poco Rohmer, un tipo lúdico, que amaba al mundo, o por lo menos lo
mostraba como algo digno de amar, y que en sus películas (educación sentimental
de muchos) enseñaba que a veces hay que apostar, aún cuando todo esté en
contra, porque la ganancia puede ser infinita.
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