jueves, 21 de julio de 2011

Nostalgia encantadora: Woody supera el efecto Linklater

Medianoche en París

Txt.Andrei Aronowicz @andiaro (con la colaboración de Merryl Streep) / Ilust Nacha Boyeras flickr

A Gil Pender (Owen Wilson), un escritor que considera a los años ’20 como “La edad de oro”, lo pasa a buscar un Peugeot antiquísimo por una esquina parisina, cual Cenicienta a la inversa, todas las noches a exactamente las 12. Es un Peugeot con condensador de flujo (la DeLorean Motor Company no penetró mucho en Europa) que lo lleva a conocer diversos y llamativos personajes que lo remontarán a esa época que tanto añora, y lo ayudarán, entre otras cosas, con la inspiración necesaria para su próximo proyecto.

El personaje es un guionista (como no podía ser de otra manera) de películas pochocleras hollywoodenses descontento con su trabajo, a pesar del buen pasar que le permite, y en medio de la preparación de su primera novela. Insatisfecho con como va su proyecto, con una suerte de bloqueo creativo, decide acompañar a su prometida y sus suegros a un viaje de negocios de estos últimos a Paris, la ciudad de la que también está enamorado, en busca de inspiración, o de algo.  

Es interesante el retrato que el director suele hacer sobre sus personajes; los del entorno cotidiano de Gil parecen pertenecer a una casi inexistente (por lo menos a simple vista, o impensable fuera del círculo social real de Allen) aristocracia intelectual estadounidense, que van de viaje a Paris en verano y no dejan de usar pantalones de vestir, zapatos y sacos en todo momento, sólo por la elegancia misma. ¿Quién no ha visto a turistas de estos países?, cualquiera sabe que es más habitual verlos listos para hacer trecking en pleno microcentro porteño que entendiendo una ópera en el Colón. El que no haya visto a un estadounidense, con cámaras y miles de carteles de “soy turista” y vestido de supervivencia en la jungla en algún lugar como Plaza de Mayo que tire la primera piedra.

Justamente, entre los elementos más atinados de la película está la manera en la que el director muestra a sus compatriotas de derecha republicana (sus suegros y prometida) como una suerte de bárbaros que no pueden apreciar la supuesta ciudad más romántica y turística del mundo. Es fantástico cómo Woody, sabiéndose reconocido particularmente por un público que tanto no difiere de este que retrata (Woody Allen tiene que ser pick-up line en presentaciones de libros y vernissages), sigue dejando al espectador elaborar sobre el contenido de las películas. 

Esta vez sí es la última de Allen, recién salida del horno, sin los típicos retrasos de años que las distribuidoras suelen tener en estrenar sus films. Esta última película supera ampliamente a su anterior film Conocerás al hombre de tus sueños, flojo, a pesar de sus múltiples puntos en común (el escritor estancado, encantado por una mujer que no correspondería y que lo inspira, las galerías de arte, etc). 

Además, se va de la típica posición tan centrada en los personajes alla Woody de, por ejemplo, Whatever Works: Larry David es un Allen 20 años más joven; mientras que en este caso un sobrio Owen Wilson por suerte sólo hace de Gil Pender y no de Allen o de sí mismo.

Respecto a los personajes, entra en juego también la mencionada idealización de Gil por los años ’20, representados en su apasionamiento por el personaje de Adriana (Marion Cotillard) y el excelente casting que realizó también al elegir a la hermosa y a la vez insulsa Rachel McAdams como su prometida, Inez (típica rubia americana, desinteresada en la belleza de la ciudad y enloquecida por la compra de extravagantemente caros muebles).

Sabiendo el enamoramiento mismo que Allen viene teniendo por Europa hace unos años, este contraste entre las mujeres que desvelan a Gil es uno de los mejores logros de la película. Y si de enamoramientos se trata, esta comparación sigue enalteciendo la figura del director, del que si hay algo que sabemos es que lo que le gusta son las mujeres, y como buena estrella de rock freudiano que es, todo lo hace por y para ellas.

Lo que en realidad trata de mostrarnos la película entre tantas idas y vueltas en el tiempo (y más allá del anti-intelectualismo), es que no hace falta querer vivir un pasado idealizado, sino saber aceptar el presente, tan imperfecto como a cada uno se nos presenta, e intentar hacer que la cosa funcione

Ilustró Nacha Boyeras
Para algunos, esta suerte de moraleja puede presentarse muy rápido y fácilmente. Sin embargo, está en realidad dosificada a lo largo de la película, entramada en los personajes, sus relaciones y la historia como un todo, que se llevan la atención del espectador, dejando a esta suerte de mensaje final como algo secundario, pero no menos valioso.

A la vez, no escasean los recursos “Allenescos” ya planteados, desde el inicio con un personaje hablando en una primera persona que claramente es la de Allen, mostrando la ciudad tal como él la ve, hasta el típico Times New Roman de los créditos, el omnipresente jazz clásico, y sobre todo las escenas de diálogo constante (¡gracias a Dios porque existan aun quienes entienden al arte cinematográfico no como planos estáticos en silencio!).

Con el mayor rodaje en exteriores cada vez más amplios, los grandes trabajos de ambientación (escenas de época incluídas), vestuario, locaciones, manejo de extras y múltiples personajes y demás cuestiones técnicas, ésta podría ser considerada una de las películas más “grandes” del director. Sin embargo, este despliegue pasa desapercibido para el espectador que no distrae su atención de la historia por estos detalles. En todo caso, se puede pensar que los decorados naturales que aporta Paris la hacen la mejor locación para simbolizar la nostalgia que constantemente expresa el protagonista por un pasado que no vivió. 

Un espectador promedio va a ver Medianoche en Paris esperando algo inevitable, sobre todo sabiéndose de qué director se trata y lo que el título presenta: enamorarse de la ciudad. Lo que podría llamarse el “Efecto Linklater”, el director que con Antes del atardecer creó hordas de enamoradizos de esta ciudad, de chicas que sueñan con ser Amélie Poulain y chicos que la usan para tener credibilidad de sensibles. Sin dejar de mencionar, por supuesto, el comentario de padres y tíos, que después de verla, reiteran unas veinte veces: “Qué linda está París”. 

Por suerte, aunque la peli de Allen no deja de generar ese efecto, no se vuelve un obstáculo para seguir a los excelentes personajes y sus historias.

Por último, para aquel que no haya visto la película hay una única consigna a tener en mente para el momento en que lo haga: Rinocerontes

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