jueves, 14 de julio de 2011

Cineastas autogestionados

Dolores Montaño, Fabián Forte y Marco Berger cuentan su experiencia.

Txt Ezequiel Boetti

El cine puede cambiar de forma, ser una experiencia más sensorial, más cara, subsumirse a su acepción mercantil, aquella que enarbola bien alto la bandera del lucro para rendirle pleitesías con sus best-sellers adaptados o refritos de sagas otrora exitosas, que hace varias décadas atrás. Pero no, el cine no está muerto. Porque no está muerto quien pelea y el cine aún esgrime la hidalguía de aquellos que, montados a caballo de una historia para contar, pugnan por defenderlo. Son cineastas que no saben de marquesinas luminosas ni de shoppings, que empuñan la cámara sostenidos por el apoyo emocional de amigos y familiares, que pueden invertir sólo un par de días en filmar pero meses en una post-producción personalista. Bienvenidos a una recorrida por el mundo de los cineastas argentinos autogestionados.

“Creo que el término independiente fue modificándose y hoy se divide en dos tipos: aquel que se refiere a las películas que se hacen en base a ahorros, sin pago de sueldos, los fines de semana, con mucho pulmón, ‘como se pueda’ y con estreno en salas alternativas, y aquel que cuenta con el apoyo mínimo de algún fondo internacional o subsidio del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) -lo que permite pagar sueldos- y con una fuerte búsqueda artística por sobre la comercial, que se exhibe en algunas salas comerciales pero por un breve tiempo”, explica la directora Dolores Montaño.

Su caso bien puede ilustrar la primera vertiente. La idea de su ópera prima, el documental Promesantes, que analiza el fenómeno de la Difunta Correa, surgió en 2006, cuando debía presentar el desarrollo de un proyecto de largometraje en su cursada de la Universidad del Cine. Viajó a San Juan, filmó, volvió y aprobó. Fue por más. “Empecé a armar las carpetas con todos los requisitos que piden en los distintos fondos y me presenté en algunos de ellos, incluido el INCAA con su quinta vía. Lamentablemente el proyecto no tuvo buenas respuestas, pero sentí que era por falta de madurez e inexperiencia propia sobre lo que quería contar. Así que después de varios 'rechazos' decidí que lo iba a hacer igual con esfuerzo y ayuda de amigos”, recuerda Montaño, para quien Promesantes era un proyecto “que simplemente quería hacer”.

Fabián Forte en rodaje
La voluntad y el sostén emocional son dos puntales fundamentales sobre los que reposa el cine autogestionado. Aquí el dinero suele ser una entelequia, los horarios se dilatan y contraen según la disponibilidad de la mano de obra, los equipos y locaciones. “Básicamente hacer cine es complejo”, resume Fabián Forte, quien rodó su ópera prima Mala Carne en tan sólo seis días. “La grabamos casi íntegramente en una casa ya que escribí el guión para poder hacerla en poco tiempo y no tener que pagar mucho dinero en equipos técnicos. Pero la post-producción me llevó cuatro meses”, recuerda.

Asistente de dirección en más de veinte largometrajes; director, productor, guionista y hasta camarógrafo en sus diez cortos y tres largos; realizador de videos musicales de bandas independientes; actor en teatro y en proyectos cinematográficos de colegas y amigos, Forte encuentra la motivación fundante en la pasión. “Sin eso se carece del motor fundamental. En mi caso pude gestionar las películas gracias al apoyo de un equipo que confía en mí y disfruta de estar en mis proyectos, cada una de esas personas aporta su oficio y mis proyectos son también un espacio para que ellos puedan desarrollarse”, asegura.

La preocupación por el dinero es lógica es una disciplina artística donde un dispositivo tecnológico media entre el creador y el espectador. Para los realizadores independientes, embarcarse en proyectos autogestionados muchas veces implica someter sus ahorros a la tómbola del cine. Tal es el caso de Promesantes, que se solventó con ahorros y diversos trabajos rentados de su directora. “Es muy difícil no tener que recurrir a tareas alternativas (sean en el mismo medio o no) por el simple hecho de que este tipo de películas demandan demasiado tiempo desde la idea hasta su copia final. En general lleva más de dos años y durante ese tiempo hay que vivir de algo”, explica Montaño.

Si en el cine autogestionado impera la voluntad por sobre el dinero, lo hace en doble comando con la austeridad. “Escribo mis guiones pensando en los recursos que tengo, mentalizado en que el proyecto es independiente. No me planteo situaciones irrealizables y siempre voy pensando en las locaciones que tengo para grabar, como también en los actores con los que puedo trabajar. Hay que tener una conciencia de producción clara para no embarcarse en cosas imposibles de realizar sin dinero”, explica el director, uno de los grandes referentes del cine de terror nacional.

Es justamente en este género donde la cuestión monetaria adquiere un gramaje aún superior, sobre todo si se trata del gore o slasher movies, donde abundan tripas y mutilaciones. “Los efectos especiales van más allá del talento de sus creadores. Es cierto que pueden mejorarse con dinero, pero también hay que pensar en cómo se muestra ante la cámara porque el “truco" va ligado al efecto. No es sólo dinero, hay que aportar creatividad y buena voluntad”, asegura.


Uno podría asociar la independencia económica con radicalidad artística o criterios formales similares. Pero no, el único punto de contacto entre los proyectos autogestionados es justamente esa condición. De hecho, muchos cineastas apelan a los códigos narrativos del cine norteamericano, como por ejemplo Plan B, una screwball comedy cuya particularidad radica en la subversión del boy meets girl por el boy meets boy.

O la recientemente estrenada Glue, en la que Alexis Dos Santos cuenta la historia de tres adolescentes en plena exploración de su identidad sexual y emocional que bien puede encuadrarse en el mumblecore, sub-género caracterizado por un bajísimo presupuesto y la improvisación de los intérpretes (ver trailer).Rodé la película en base a una historia de quince páginas que tenía escrita”, asegura el realizador, quien recuerda el rodaje como un  “proceso de absoluta libertad”: “Duró unas tres semanas y media. Fue con un equipo reducido, todos medio acampando juntos en un caserón que alquilamos en Zapala. Estaba la sensación de que era todo un gran experimento. Y esa sensación se extendió durante el año que duró el montaje. Ahí ya estaba solo en mi casa en Londres y de alguna manera terminando de encontrar el guión mientras editaba”.

Nacido en Argentina pero radicado en Europa desde mediados de los ’90, Dos Santos filmó Glue en medio del proceso creativo de un proyecto encargado por la productora Film Four, Unmade beds. “Hacía un par de años que venía desarrollándola hasta que en un momento me cansé de tanta re-escritura. Necesitaba filmar algo y Glue nació de esa necesidad”, asegura. La concreción del film inglés ubica a Dos Santos en los dos márgenes: por un lado, un cineasta independiente que hizo su ópera prima en un pueblo neuquino entre amigos y conocidos. Por el otro, uno que escribió y rodó por encargo. “La libertad que tuve en Glue no la tuve en Unmade Beds, pero muchas cosas resultan más fáciles cuando hay dinero. Los ingleses tienen una tendencia a opinar mucho desde el guión y pensaban en las posibilidades comerciales de la película, en recuperar el dinero. Glue, en cambio, la edité solo en mi cuarto, mostrándosela a amigos cada tanto. Sentí una libertad absoluta, aunque tenía que hacer todo y pagarlo de mi bolsillo”, compara.


Dentro de este panorama, es curioso que el género del terror sea el que menos producciones comerciales nacionales registra en los últimos años, pero también el que más proyectos autogestionados tiene. “Creo que hay muchos realizadores con deseo de hacer cine de género en el país a los que el INCAA durante años no apoyó. Hasta Visitante de invierno, en 2007, la última película había sido Alguien te está mirando en 1984. Entre medio no hubo nada con apoyo estatal. Pero en los últimos años cambió y lentamente se están abierto las puertas a este tipo de cine”, asegura Forte, quien grafica con el caso de Sudor Frío, que con 90 mil espectadores es el cuarto estreno nacional más visto del año, detrás de Un cuento chino, Revolución y Los Marziano.


Un recorrido por los estrenos de 2010 arroja la friolera de 114 de facturación nacional sobre los 328 totales. El récord histórico para el país se cimenta en una multiplicidad de factores. El principal es que las cámaras digitales ya no son un lujo fuera del alcance de un director sin el respaldo económico de un gran estudio, sino que basta con algunos cientos de dólares –cifra nimia al lado de los inflamados presupuestos que manejan las producciones mayores- para acceder a un buen equipo técnico. “La tecnología digital es lo que más facilita tomar la iniciativa de autogestionarse porque no se necesita tanta plata para empezar. En el caso de Plan B, me prestaron una cámara y eso impulso una fecha de rodaje. Después conseguimos un adaptador de lentes de cine para aumentar la calidad de la imagen, buscamos locaciones que fueron casa de amigos y definimos el casting final para empezar a filmar”, recuerda Marco Berger sobre su ópera prima, que se estrenó a mediados del año pasado en el Malba.

Justamente la programación del Museo de Arte Latinoamericano es otro reflejo del crecimiento del cine autogestionado: de aquel estreno de Balnearios en 2002 a los más de 20 de 2010. “Empezamos con uno mensual y después nos dimos cuenta de que había más de una película que nos interesaba, y que el sistema de dos exhibiciones semanales permitía tenerlas. A diferencia del circuito tradicional, aquí son sólo ocho funciones por mes, lo que le da tiempo a la prensa para que la difunda y al boca a boca. Una película que en el circuito formateado para producciones con una publicidad tremenda desaparecería a la semana acá tiene una presencia que le da un peso distinto”, argumentó el programador de la sala, Fernando Martín Peña, en una nota a Página/12 en febrero de este año.

Además, ese gran caudal de films encuentra salida en los festivales. La cantidad de eventos destinados a reunir cortos, medios y largometrajes creció exponencialmente desde comienzos de la década pasada hasta el centenar actual, según un relevamiento publicado en el anuario 2010 de la consultora Ultracine. “Son una ventana para que la película se conozca y tenga la posibilidad de ser vista por algún productor o distribuidor que quiera adquirirla”, resume el director de Mala Carne y Celo y completa: “La primera ganó un festival en Estados Unidos en 2005 que me permitió venderla y estrenarla allá”.

El aumento también se percibe en las convocatorias. “En los últimos años comenzamos a recibir más material y de mayor calidad, por lo que se vuelve muy difícil dejar películas afuera”, asegura Natalia Cortesi, programadora y editora del catálogo del Festival Internacional de Cine de Derechos Humanos, que se realiza anualmente en la Ciudad a fines de mayo, y cuya edición 2011 proyectó alrededor de 70 películas de 30 países. “La mitad de ese total fue material autogestionado –estima Cortesi-. El Festival programa largos y cortos de todos los géneros, pero naturalmente el documental siempre tiene preponderancia. Lamentablemente son pocas las vías de acceso a financiación para los documentalistas. Eso, sumado a las facilidades tecnológicas actuales, hace que muchos se vuelquen a la autogestión”, razona.

Para ella, los festivales ocupan un rol “vital” en el circuito independiente. “¿Cuántas oportunidades tenemos de ver, fuera de los festivales, películas de Bolivia, Colombia o cualquier país de Medio Oriente?”, se pregunta, y concluye: “Prácticamente ninguna. Eso sin mencionar que muchos cineastas dependen de los premios obtenidos en festivales para continuar filmando o, por lo menos, adquirir cierto prestigio que les permita recibir mayor atención de las productoras o distribuidoras”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario